La inteligencia es una capacidad mental que nos permite razonar, comprender ideas complejas, adaptarnos al entorno, resolver problemas de la vida cotidiana y aprender de la experiencia. Como base de la excelencia, ha querido ser identificada y estimulada por las diversas culturas a lo largo de la historia, pero no es hasta el siglo XX cuando se empieza a hablar de superdotación y de alta capacidad.
A principios del siglo XX el psicólogo y pedagogo francés Alfred Binet elaboró los primeros test para medir la capacidad de los alumnos. Los test medían la capacidad aritmética, la comprensión y el dominio del vocabulario. El objetivo de su uso no era identificar a los más capaces, sino ayudar a organizar el sistema educativo francés, un sistema que se enfrentaba a tener que realizar agrupaciones muy heterogéneas tras introducirse la escolarización obligatoria del alumnado de entre 6 y 14 años.
Los test elaborados por Binet fueron revisados y ampliados pocos años después por Terman, profesor de la Universidad de Stanford, quien los empleó, primero, para clasificar a los reclutas durante la Primera Guerra Mundial y después para su aplicación en los colegios, tras concluir en sus estudios que mayores puntuaciones en los test (mayor CI) aseguraban mayor éxito en la vida. Terman entendía la alta capacidad como algo que “se es”, algo innato, fijo y mensurable, propio de individuos excepcionales que difieren en sus características cuantitativas y cualitativas de los que “no son”. Con este enfoque, Terman ayudó a definir y conceptualizar la alta capacidad como algo equivalente a un alto cociente intelectual, idea que ha dominado en el campo de las altas capacidades a lo largo del siglo XX.
En la segunda mitad del siglo XX, gracias a los avances de la psicología cognitiva y de la neurociencia, se empezó a poner en cuestión la medición de la inteligencia a través de los test. Primero, porque los test informan sobre destrezas en varios campos, pero no sobre el proceso cognitivo que le lleva al sujeto a dar una u otra respuesta; segundo, porque los test más usados no contemplan los ítems de imaginación, intuición o creatividad, que hoy se entienden parte de la inteligencia. Así, autores como el sociólogo Edgar Morin afirma que “las medidas de la inteligencia no pueden tener más que un valor parcial, fragmentario, local, relativo”.
Las nuevas teorías sobre la inteligencia comenzaron a centrarse más en los procesos y a tener en cuenta el poder de los sentimientos y las emociones. En este contexto, surgen autores que entienden la alta capacidad como desarrollo del talento. Esta visión da lugar a distintos modelos de intervención que conllevan diferentes procedimientos de identificación y evaluación de los alumnos más capaces. Entre estos modelos están los de Gagné, Subotnik, Stanley, Renzulli, Van Tassel Baska…Todos ellos van más allá de una concepción general de inteligencia y atienden talentos en dominios concretos y específicos, sin reducir la identificación a obtener una puntuación de cociente intelectual superior a 130.
Es importante entender que la alta capacidad no es algo real, no es como una diabetes o la estatura de la persona, sino una construcción social inventada para identificar a un grupo de alumnos cuyas necesidades no quedan suficientemente cubiertas por el sistema educativo general. Es decir, el concepto de alta capacidad se crea con la finalidad de dotar de oportunidades a quienes tienen una mayor capacidad de aprendizaje, de acuerdo con el principio de equidad que preside la mayoría de sistemas educativos. Al flexibilizar el sistema adaptándolo al ritmo y estilo de aprendizaje individual, no sólo se favorece el desarrollo del talento, sino que se evitan problemas como la desmotivación, la falta de atención o las conductas a veces disruptivas que este grupo de alumnos puede sufrir dentro del sistema ordinario.
Pero como constructo social que es, no existe un punto de corte a partir del cual se considere que un alumno pasa a ser diferente, pasa a “ser de alta capacidad”. Nos podemos encontrar con alumnos con un cociente intelectual de 125 con necesidad de intervención y otros con un cociente de 140 que no la necesitan.
Entender esto es esencial para comprender que carece de sentido identificar sin intervenir ya que fue precisamente la necesidad de intervención la que originó la necesidad de identificación. Una persona no “es” de alta capacidad, sino que tiene una capacidad que requiere una atención especial para poder ser desarrollada. Asimismo, es importante saber que en base al modelo de intervención que se siga, la definición de alta capacidad puede variar.